Juan Carlos Onetti
Cuando
Ella murió después de largas semanas de agonía y morfina, de
esperanzas, anuncios tristes desmentidos con violencia el barrio norte
cerro sus puertas y ventanas, impuso silencio a su alegría festejada
con champán. El más inteligente de ellos aventuró: "Qué quieren que les
diga. Para mí, y no suelo equivocarme, esto es como el principio del
fin".
Tantas
cosas, pobres millonarios, les había hecho tragar Ella. Y lo triste
era que Ella había sido infinitamente más hermosa que las gordas
señoras, sus esposas, todavía con olor a bosta como dijo un argentino.
Ahora también podían tragarse las sonrisas cordiales con que habían
acogido las órdenes y las humillaciones. Porque todos sentían, sin más
pruebas que discursos vociferados en la Plaza Mayor, que Ella era, en
increíble realidad, mas peligrosa que las oscilaciones políticas
económicas y turbias de Él, el mandatario mandante, el que a todos nos
mandaba.
Cuando
al fin Ella murió, rematando esperanzas y deseos, estábamos a fin de
julio; en una fecha abundante en crueldades, en frío, viento, aguacero.
De los cielos negros de nubes y noche caía una lluvia lenta,
implacable, en agujas que, amenazaban ser eternas; Se desinteresaban de
abrigos y pieles humanas para empapar sin dilaciones huesos y
tuétanos.
La
humedad aumentaba el mal olor de las gastadas ropas de luto
improvisado: casi inmóviles, sin palabras porque su desdicha tenía un
solo culpable y este no podía ser nombrado aunque dueño del frío, de la
lluvia, el viento y la desgracia.
Según
la pequeña historia, tantas veces más próxima a la verdad que las
escritas y publicadas con H mayúscula, cinco médicos rodeaban la cama
de la moribunda, y los cinco estaban de acuerdo en que la ciencia tiene
sus límites.
Y
en la planta baja, impaciente, paseándose, atendiendo las preguntas
telefónicas que le hacían los periodistas amigos o dadivosos, había
otro hombre, talvez también medico, aunque esto no tenga la menor
importancia. Era un Catalán, embalsamador de profesión, conocido y
llamado por Él desde hacia un mes para evitar que el cuerpo de la
enferma siguiera el destino de toda carne.
Y
había una lucha silenciosa pero tenaz entre los cinco de arriba y el
solitario de abajo. Porque si éste solo creía con distracción en la
Virgen de Montserrat, los de encima, estaban divididos entre la de
Lujan, la de La Rioja, la de las Siete Llagas, entre la de San Telmo y
la del Socorro. Pero coincidían en lo fundamental, en la Santa Iglesia
Apostó1ica y Romana. Y creían en los eructos dominicales de los curas.
Para
cumplir lo contratado con Él, el embalsamador Catalán tenía que
aplicar una primera inyección al cadáver media hora antes de ser
decretado tal. Los pertinaces creyentes del piso superior se oponían a
toda intención de embalsamar, pese a que el contratado Catalán había
repartido generoso pruebas indiscutibles de su talento. Recuerdo la
foto, en un folleto, de un niño muerto a los doce anos, plácidamente
colocado en un sillón y luciendo un traje marinero impecable. Lo
exhibían cada vez que la momia hubiera tenido que cumplir años, él se
burlaba, el tiempo no existía, sus mejillas seguían rosadas y sus ojos
de vidrio brillaban con malicia cuando, inexorablemente, cumplía una
fecha de muerto. Dos veces al año ocupaba el puesto de honor y los
parientes que le iban quedando –el tiempo existía- lo rodeaban tomando
té con pasteles y alguna copita de anís.
Se
oponían a la primera e imprescindible inyección. Porque la Santa Fe
quelos aunaba repartía almas para que escucharan eternamente música de
ángeles que jamás cambiarían de pentagrama -o tal vez sus cabecitas
equivocas las hubieran grabado- o para disfrutar suplicios nunca
concebidos por un policía terrestre.
De
modo que, cuando aquellos litros de morfina dejaron de respirar, se
miraron asintiendo y consultaron relojes. Eran las veinte en punto.
Alguno encendió un cigarrillo, otros rindieron su fatiga a los
sillones.
Ahora
esperaban que la pudrición creciera, que alguna mosca verde, a pesar
de la estación, bajara para descansar en los labios abiertos. Porque la
Santa Iglesia les ordenaba respirar cadaverina, hediondez casi
enseguida y adivinar la fatigosa tarea de siete generaciones de gusanos.
Todo esto adecuado a los gustos de Dios que respetaban y temían. Los
minutos pasan pronto cuando un diplomado vela por su fe.
Emilio, el más obediente a las manifestaciones indudables de la Divinidad, dijo:
-Che, aumentó la calefacción.
Más
tarde, resolvieron bajar para dar la noticia, triste y esperada. Él
estaba cenando y asintió con la cabeza. Luego, agradeció los servicios
prestados y rogó que le fueran enviados los honorarios. Después señaló
con un dedo a uno cualquiera de los uniformados y le ordenó ordenar a
las radios, primicia para la suya, que difundiera la noticia,
Y
quedó así, rehecha, corregida, discutida: “El Ministerio de
Información y Propaganda cumple con el doloroso deber de anunciar que a
las veinte y veinticinco Ella pasó a la inmortalidad.”
El
médico Catalán subió los escalones de dos en dos, molestado por su
pequeña maleta. Preparó la inyección y estuvo consternado palpando la
frialdad del cuerpo.
Las
puertas no se abrían y la multitud comenzó a porfiar y moverse. Los
policías dejaron de ofrecer vasitos de café enfriado y de inmediato
aparecieron vendedores de chorizos, de pasteles, de refrescos
entibiados, de maníes, de frutas secas, de chocolatines. Poco ganaron
porque el primer contingente comenzó a llegar a las nueve de la noche y
provenía de barriadas desconocidas por los habitantes de la Gran
Aldea, de villas miseria, de ranchos de lata, de cajones de
automóviles, de cuevas, de la tierra misma, ya barro. Ensuciaban la
ciudad silenciosos y sin inhibiciones, encendían velas en cuanta
concavidad ofrecieran las paredes de la avenida, en los mármoles de
ascenso a portales clausurados. A algunas llamas las respetaban la
lluvia y el viento; a otras no. Allí fijaban estampas o recortes de
revistas y periódicos, que reproducían infieles la belleza
extraordinaria de la difunta, ahora perdida para siempre.
A
las diez de la mañana les permitieron avanzar, dos metros cada media
hora, y pudieron atravesar la puerta del ministerio, en grupos de
cinco, empujados y golpeados; los golpes preferidos por los milicos
eran los rodillazos buscando los ovarios, santo remedio para la
histeria.
A
mediodía corrió la voz de cuadra en cuadra, metros y metros de cola de
lento avanzar: “Tiene la frente verde. Cierran para pintarla.”
"A memória do mundo passa ao largo e se afasta cada vez mais. O mundo passa ao largo e a memória raras vezes encontra o lugar de seu extravio."p. 218 Martínez, Tomás Eloy. Santa Evita. http://www.youtube.com/watch?v=hSkkgVX7kpk&feature=related
Trecho do livro "Santa Evita" de Tomás Eloy Martínez: "Vi um inseto enorme, pairando na eternidade de um céu sem vento. Uma de suas asas era preta, como de mariposa, e batia para a frente. A outra, amarela, de borboleta, tentava voar para trás. De repente subiu e desapareceu nos campos azuis. Não obedeceu à vontade de suas asas. Voou para cima." p. 265-266.
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